Queridos hermanos y hermanas:
“Este es el día en que actuó el Señor; sea nuestra alegría y nuestro gozo” (Sal 117). No es para menos, pues el Señor ha resucitado. Rompiendo las ataduras de la muerte ha ascendido victorioso del abismo. Celebramos, hermanos y hermanas, el misterio central de nuestra fe. La resurrección del Señor, en efecto, es el foco que ilumina y da sentido a toda la vida del Señor. Sin ella, todo se reduce a la nada. Sin la resurrección, ni la encarnación sería la encarnación del Hijo de Dios, ni su muerte nos hubiera redimido, ni sus prodigios serían milagros. Sin la resurrección, Jesús quedaría reducido a un genio del espíritu, o quizá simplemente a un gran aventurero lleno de buenas intenciones, o tal vez a un loco iluminado.
¿Y nosotros? ¿Qué sería de nosotros los cristianos? ¿Para qué serviría nuestra Iglesia? ¿Para qué serviría la oración, nuestros cultos, nuestras tradiciones y las hermosísimas estaciones de penitencia que con tanto esplendor acabamos de celebrar? ¿Para qué serviría el esfuerzo moral, el sacrificio y el remar contra corriente si Jesús hubiera sido devorado definitivamente por la muerte? No exagera San Pablo cuando afirma que “si Cristo no resucitó, vana es nuestra fe… somos los más desgraciados de los hombres” (1 Cor 15,14-20), porque creeríamos en vano, esperaríamos en vano, nos alimentaríamos de sueños, daríamos culto al vacío, nuestra alegría sería grotesca y nuestra esperanza la más amarga estafa cometida jamás.
En la madrugada de Pascua hemos escuchado las palabras del ángel y su anuncio gozoso y exultante: “No temáis. Ya sé que buscáis a Jesús el crucificado. No está aquí: ha resucitado” (Mt 28,5-6). Esta es la gran noticia que la Iglesia anuncia hoy al mundo en una explosión de alegría incontenible: “Jesús ha resucitado, ¡Aleluya! No busquéis entre los muertos al que vive”. Esta es la gran noticia, la magnífica noticia que la Iglesia a lo largo de veinte siglos no ha dejado de anunciar.
Gracias a las mujeres, que ven vacío el sepulcro del Señor, y a los numerosos testigos que contemplan al Señor resucitado, nosotros sabemos que la resurrección de Jesús no es un hecho legendario o simbólico, sino real. No es la mera pervivencia del recuerdo y del mensaje del Maestro en la mente y en el corazón de sus discípulos. Por la misma razón, el cristianismo no es sólo una doctrina, una fórmula de felicidad o un código de normas de conducta, sino un camino y una verdad que es vida, porque su centro es una persona viva, que ha resucitado y está sentado a la derecha del Padre, siempre vivo para interceder por nosotros, que vive y nos da la vida.
En las Iglesias de Oriente son numerosos los iconos, que en tres secuencias bellísimas, ricas en contenido teológico, describen lo que la resurrección del Señor significa para la humanidad. La primera representa el enterramiento de Cristo; la segunda, su salida triunfante del sepulcro; y en la tercera aparece Cristo resucitado inclinado sobre un anciano postrado en actitud de levantarlo. No es difícil interpretar este motivo, poco frecuente en la pintura occidental, pero muchas veces repetido en Oriente: el anciano es Adán, el hombre viejo del pecado al que con tanta profusión alude San Pablo en sus cartas. En realidad es la humanidad entera debilitada por el pecado del paraíso, sobre la que Cristo resucitado se inclina para devolverle la vida.
La escena es una hermosa recreación plástica de lo que representa para la humanidad la resurrección del Señor. Recuerda la descripción de la creación del hombre en el Génesis: Dios crea a Adán inclinándose sobre su figura de barro para insuflarle el espíritu. Fue el primer comienzo, la primera de las obras de Dios. Cristo resucitado, por su parte, se inclina sobre el viejo Adán para recrearlo, comunicándole su gracia salvadora, que brinda también a toda su descendencia. Es el nuevo comienzo, tan importante como el primero.
Queridos hermanos y hermanas: Sumergíos en la Pascua. Uníos al Aleluya exultante de la Iglesia. Reavivad vuestra esperanza. La resurrección del Señor es el fundamento, el manantial y la certeza de nuestra futura resurrección. Por ello, debe ser fuente de alegría desbordante, pues gracias a ella el Resucitado nos abre las puertas del cielo, donde, como nos dice San Agustín, “veremos y gozaremos, gozaremos y amaremos. Este será el fin sin fin”.
Esta certeza debe vivificar nuestra lucha de cada día, nuestro trabajo, la vida familiar y nuestro empeño por construir una sociedad más justa y fraterna. Esta certeza se convierte en seguridad y fuente de sentido ante la enfermedad, el dolor y el sufrimiento. Esta certeza, por fin, es acicate en la vida moral y en el esfuerzo por ser mejores, con el estilo de quien ha resucitado con Cristo y aspira a vivir una vida nueva (Col 6,1-2).
Feliz domingo de Resurrección, hermanos. Felices Pascuas para todos los cristianos de la Archidiócesis.
+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla