Queridos hermanos y hermanas:
El ecumenismo, gracia pentecostal y, como tal, don del Espíritu Santo, es una vocación a la que todo cristiano es llamado desde el bautismo y, por consiguiente, “un imperativo de la conciencia cristiana”, como decía san Juan Pablo II en la encíclica “Ut unum sint”.
El movimiento ecuménico, tanto en la Iglesia católica como en las demás confesiones cristianas, nace en torno al año 1910, aunque entre nosotros los católicos adquiere carta de ciudadanía en el pontificado de Juan XXIII y en el Concilio Vaticano II, cuyo inicio tuvo lugar hace cincuenta y tres años. Fecha decisiva para el ecumenismo católico es el 21 de noviembre de 1964, con la promulgación del Decreto conciliar “Unitatis redintegratio”.
Las palabras del Señor, “Padre, que todos sean uno” (Jn. 17,21), están más cerca de hacerse realidad que en las primeras décadas del siglo XX. El camino hacia la unidad plena ha progresado más en las últimas cinco décadas que en los cuatrocientos años anteriores. Sin pecar de ingenuidad, hemos de reconocer que hoy ya no es posible la marcha atrás, aunque pueda haber retrocesos, desánimos y fracasos puntuales. El camino hacia la plena unidad visible está entremezclado de optimismo y pesimismo, primaveras e inviernos, luces y sombras, siendo éstas el reverso de un movimiento ya imparable. En ocasiones, el paso de los peregrinos de la unidad será más acelerado; en otras, habrá parones inevitables. Pero, como afirmaban los primeros ecumenistas en los comienzos del siglo XX, “los muros de la separación no llegan hasta el cielo”.
El futuro del ecumenismo depende, en gran medida, de una firme y sólida espiritualidad ecuménica, que dé eficacia, fecundidad y estabilidad a los esfuerzos que en el terreno doctrinal, en la cooperación común y el testimonio vienen realizando las Iglesias y comunidades eclesiales. Sin ella no será posible lograr la restauración de la unidad.
Los cristianos, que navegan hacia el puerto de la plena comunión visible, han de hacerlo convertidos, santos, orantes y enraizados en el amor de Cristo, que a todos nos apremia, como reza el lema de este año. Son tres exigencias de la espiritualidad cristiana y, por lo mismo, también, de la espiritualidad ecuménica, porque “la conversión del corazón y santidad de vida, junto con las oraciones públicas y privadas por la unidad de los cristianos, deben considerarse como el alma de todo el movimiento ecuménico y pueden llamarse con razón ecumenismo espiritual” (UR 8).
Juan Pablo II, en la encíclica “Ut unum sint”, invitó a todos los cristianos al “diálogo de conversión”,que es el espacio espiritual e interior en el que Cristo, con el poder de su Espíritu, mueve a los cristianos sin excepción a examinarse ante el Padre y a caminar en pos de la conversión. Sólo la conversión del corazón de los miembros de las todas las Iglesias y comunidades cristianas y su fidelidad al Evangelio permitirán superar los obstáculos heredados del pasado, guiándonos a la plena comunión.
El “diálogo de conversión” incluye la santidad de vida y la comunión con el Señor, que es nuestro más verdadero punto de convergencia. Como han repetido sin cesar san Juan Pablo II, Benedicto XVI y el papa Francisco, “Cristo es nuestra unidad”. Porque el primer enemigo de la unidad es el pecado, el mejor antídoto es la santidad. El día en que todos los cristianos de todas las confesiones vivamos en plenitud la comunión con el Señor y aspiremos con determinación a la santidad, caerán las barreras que nos separan. No existe otro camino.
La oración precedió, ha acompañado y deberá seguir acompañando al movimiento ecuménico hacia el hogar común, porque la plena unidad es un misterio de tal envergadura que sólo de rodillas pueden los cristianos acercarse a él. La oración por la unidad no es compromiso exclusivo de los expertos en ecumenismo o de aquellos cristianos especialmente sensibilizados por este sector pastoral. Es compromiso de todo cristiano y de cada comunidad. La oración por la unidad comenzó a finales del siglo XIX en el mundo anglicano, en el que nace también el “Octavario por la Unidad de los Cristianos”, que la Iglesia católica celebra en la semana del 18 al 25 de enero desde 1909. En su preparación colaboran hoy la Santa Sede y el Consejo Mundial de Iglesias. Otras fechas especiales de oración por la unidad son la Epifanía, Jueves y Viernes Santo, Domingo de Resurrección y la semana previa a Pentecostés.
Todos hemos de incluir en nuestra oración diaria la causa de la unidad, que debe ser también la destinataria de nuestras mortificaciones y sacrificios. La plena comunión visible es un don, una gracia de Dios, que llegará cuando Él quiera. A nosotros nos corresponde pedir que se adelante ese momento soñado, pidiéndola a Dios con la misma insistencia y fervor con que Cristo la pidió al Padre en la noche de Jueves Santo.
Para todos, mi saludo fraterno y mi bendición.
+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla