Queridos hermanos y hermanas:
En la historia de la humanidad y en la historia del cristianismo hay dos maneras de concebir la autoridad. De las dos nos habla el Nuevo Testamento y a ellas aluden explícitamente algunos dichos de Jesús.
La primera es la autoridad despótica de quien la ejerce no para servir a los súbditos, sino para aprovecharse de ella en beneficio propio o de una élite. A esta autoridad tiránica alude Jesús cuando responde a la estrafalaria petición de la madre de los Zebedeos, que pretende que sus dos hijos, Santiago y Juan, se sienten a su derecha e izquierda en su reino. “Vosotros sabéis que los príncipes de los pueblos los tiranizan y que los grandes los oprimen” (Mt 20,25).
La segunda concibe a la autoridad como algo querido por Dios para el servicio y el gobierno de la sociedad. En este sentido dice san Pablo que la autoridad viene de Dios y que el insumiso se opone a las leyes divinas y forja su propia condena (Rm 13,1-3). Más explícitamente afirma san Pedro que el emperador y los gobernantes son emisarios divinos para castigar a los malhechores y premiar a los que hacen el bien (1Pe 2,14). Seguramente los dos se inspiraban en la respuesta de Jesús a Pilato: “No tendrías ninguna autoridad sobre mí si no te la hubieran dado de arriba” (Jn 19,11). Toda autoridad, pues, viene de Dios.
Jesús enfatiza muchas veces que toda autoridad existe para servir. Lo hace en su respuesta a la madre de los Zebedeos citada más arriba: “El que entre vosotros quiera ser grande, sea vuestro servidor; y el que entre vosotros quiera ser jefe, que sea vuestro esclavo, pues el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido sino a servir y a entregar su vida en rescate por todos” (Mt 20,25-28).
Jesús además nos ilumina en el evangelio de este domingo sobre el comportamiento que el cristiano ha de tener ante la autoridad. Lo hace cuando los fariseos intentan envolverlo con aquella pregunta capciosa: “¿Es lícito pagar el impuesto al César? (Mt 22,17). Pagar impuestos nunca fue apetecible para nadie. Aún lo era menos para los judíos, que sabían que el destinatario era el poder opresor de los romanos. Jesús hubiera sido aplaudido si hubiera respondido como los zelotas: “al César, nada; al César ni agua”. Pero con esta actitud habría firmado su propia sentencia de muerte. Esa era la intención de los fariseos.
Jesús era, como reconocen sus enemigos en el evangelio de hoy, un maestro sincero, que enseñaba el camino de Dios sin importarle el juicio de los hombres; y así, en asunto tan grave como era definir la naturaleza del poder temporal, siguió la norma consignada en otro lugar del evangelio de San Mateo: “No he venido a abolir la ley sino a cumplirla” (Mt 5,17). Al fin y al cabo su reino no era de este mundo, como Él mismo manifiesta ante Pilatos (Jn 18, 36).
Jesús está convencido de que la autoridad temporal no puede prevalecer sobre los intereses de Dios. De ahí la respuesta de Jesús llena de sabiduría: Al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios (Mt 22,21). Sobre la segunda parte de la respuesta nadie le había preguntado. Jesús, sin embargo, sabía que la colisión entre las dos potestades, la terrena y la celestial, iba a ser un obstáculo para la implantación de su Reino. De hecho, ya en el siglo I, pocos años después de su ascensión a los cielos, los cristianos, que rezaban por el emperador y pagaban los tributos, se negaron a darle culto y, como consecuencia, se produjeron los primeros martirios, entre ellos los de los apóstoles Pedro y Pablo, a los que seguirán martirios innumerables.
Pero frente al César y a las autoridades temporales no sólo se peca desobedeciendo sus leyes justas, sino concediéndole más derechos de los que le corresponden. El protestantismo no se habría consolidado y el cisma de la Iglesia de Oriente no habría subsistido si sus seguidores no se hubieran refugiado en los príncipes. La Iglesia católica también habría ganado en caridad y calidad si para su expansión y desarrollo no se hubiera servido del llamado brazo secular.
Esta es la lección de la historia, que, como maestra de la vida, nos obliga a tener siempre presente esta famosa sentencia de Jesús: “Al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”.La Iglesia debe respetar y honrar a las autoridades, pero sin enfeudarse, sin perder la libertad evangélica para cumplir su misión, aunque ello conlleve ser más pobre y desvalida. Lo suyo es confiar en la fuerza y el poder de Dios. Las autoridades seculares, por su parte, han de respetar la libertad de la Iglesia y de ningún modo utilizarla para sus propios fines.
Para todos, mi saludo fraterno y mi bendición.
+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla