Queridos hermanos y hermanas:
Iniciamos en este domingo la segunda semana de Adviento, tiempo que nos prepara para la fiesta de Navidad, que todos, pequeños y mayores, esperamos con emoción contenida. En las calles, en nuestras Iglesias y en nuestras casas todo huele ya a Navidad.
En el Adviento escuchamos a las grandes figuras bíblicas que prepararon y anunciaron la llegada del Mesías, los profetas, singularmente Isaías, Zacarías y Sofonías, y Juan el Bautista. Ellos son los heraldos que anuncian la llegada de Jesús. A ellos se añade otra gran protagonista del Adviento, la Virgen María.
Los textos litúrgicos de estos días son un canto a la esperanza, pues nos vienen a decir que nuestro mundo tiene salvación. Aún en las peores situaciones es posible sostener una esperanza cierta y segura. Ninguno de nosotros puede vivir sin esperanza. Vivir es esperar, porque la esperanza es tener delante una meta deseada y querida que nos anima a levantarnos del lecho cada mañana, a trabajar, vivir y a superar las dificultades de cada día. Quien no tiene esperanza, no tiene futuro, se viene abajo y cae en la depresión porque le faltan las razones indispensables para seguir viviendo.
Los cristianos tenemos motivos sólidos para vivir con esperanza porque sabemos que Dios está con nosotros y nos tiene abierta la promesa de una vida eterna, feliz y dichosa. El amor y la fidelidad de Dios son las razones últimas de nuestra esperanza. A ella nos convoca la celebración anual de la Navidad. El nacimiento del Señor, que cada año la Iglesia actualiza en la liturgia, es la mejor garantía de que Dios nos ama y está con nosotros.
Quienes viven como si Dios no existiera, seguro que pueden tener a veces la sensación de estar solos y perdidos en el mundo, como si esta vida fuera solo una aventura sin sentido. Nos los encontramos a diario en la calle, en el trabajo y en las diversiones. Muchos de ellos se refugian en el consumismo, el alcohol o las drogas. Algunos caen en la depresión, e incluso en el suicidio, cuyo número crece cada día.
Justamente el gran mensaje de la Navidad es éste: Tenemos motivos para la esperanza. Jesucristo vive y camina con nosotros. Por ello, todo tiene sentido, siempre hay una salida, nunca nos faltarán razones para vivir. Cada día es un escalón para llegar a la felicidad eterna en la morada de Dios. Esta seguridad clarifica, organiza y sosiega nuestra vida. No todo es igual. En este mundo no estamos solos porque tenemos con nosotros al Hijo de Dios que nació de la Virgen María para ser nuestro salvador.
El que confía en el Señor nunca desespera porque tiene el Espíritu y la fuerza de Dios y sabe que las puertas del Cielo están abiertas para los que creen en Cristo y viven de acuerdo con sus mandamientos. De esta esperanza brotan algunas conclusiones prácticas. De la esperanza nace un conjunto de virtudes que son energías espirituales indispensables para vivir con alegría.
De la esperanza brota la fortaleza. El que tiene delante una meta clara y segura tiene también energía para superar las dificultades y renunciar a cosas que le estorban. Cuando la esperanza se debilita ya no podemos prescindir de nada y nos quedamos a merced de la codicia y la ambición. De la esperanza nace también la paciencia, la capacidad de aguantar, de ser más fuertes en las adversidades, de resistir con constancia en nuestros propósitos. Los cristianos sabemos que resistir es vencer y que al final todo sale bien con la ayuda de Dios.
De la esperanza nacen la serenidad y la paz. El que ejercita la esperanza sabe conformarse con lo que tiene y recibe el consuelo levantando la mirada hacia el futuro. La debilidad y los dolores de hoy quedan compensados con la seguridad de la felicidad futura. Lo que no se ve vale más que lo que se ve. Lo que nos viene vale más que lo que tenemos.
La esperanza es también fuente de iniciativas y generosidad. La esperanza no nos aleja de las obligaciones de cada día, ni nos quita el gusto por la vida. Al revés. Quien espera la vida eterna sabe que cada momento de esta vida lleva dentro una semilla de eternidad.
La cercanía de la vida eterna nos hace amar más a nuestros hermanos, servirles mejor, luchar contra la mentira y la injusticia, vivir más cerca de Dios y trabajar para que este mundo sea más fraterno y más feliz.
La palabra esperanza es sinónima de libertad interior para buscar el bien y de rebeldía contra la fatalidad. Es también sinónima de descanso y confianza en la bondad de Dios que nos acompaña, y de responsabilidad ante uno mismo y ante la comunidad de la que formamos parte. Todo esto, nada más y nada menos, es el Adviento.
Feliz y santo Adviento para todos, con mi afecto y mi bendición.
+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla