Queridos hermanos y hermanas:
Concluidas las solemnidades de la Natividad del Señor y su manifestación al mundo, después de haber celebrado el domingo pasado la fiesta del bautismo del Señor, iniciamos en este domingo el Tiempo Ordinario. Comento el Evangelio del día para que os sirva como punto de partida en vuestra reflexión y en vuestra oración a lo largo de esta jornada.
El Evangelio de hoy nos refiere un episodio bien conocido: las bodas de Caná, que nos narra san Juan. Estas bodas tienen lugar en los umbrales de la vida pública del Señor. Después de concluir los cuarenta días de ayuno en el monte de la Cuarentena, inmediatamente después de su bautismo en el Jordán, una vez elegidos sus primeros discípulos, Jesús sube con ellos a Galilea, su tierra. Concretamente a la aldea de Caná, donde se celebraba la boda de unos novios muy vinculados a Jesús, o por los lazos de la sangre o por razones de amistad. A la llegada de Jesús, allí se encontraba la Virgen, que había recorrido los ocho kilómetros que separan Caná de su aldea de Nazareth.
Todos conocemos muy bien la escena que nos narra el evangelista: la imprevisión de los novios o la afluencia de invitados no esperados, hace que el vino empiece a faltar apenas iniciados los festines nupciales. La Virgen, siempre atenta a las necesidades de los demás, seguramente prestaba su ayuda en la atención a los invitados, y se da cuenta de la situación y expone con sencillez a Jesús la necesidad: “No tienen vino”, le dice. Jesús, consciente de que no ha llegado todavía la hora de realizar milagros, se resiste. Pero ante la actitud llena de confianza de la Virgen, que manda a los servidores ponerse a sus órdenes, el Señor pide que llenen seis tinajas con cien litros de agua cada una, que luego convierte en vino de excelente calidad.
María, pues, anticipa la hora de Jesús con su oración sencilla, modelo de toda oración cristiana, puesto que no pide ni exige nada, sino que expone simplemente una necesidad. A mismo tiempo robustece la fe incipiente de los discípulos en la mesianidad y divinidad de Jesús.
Son muchas las enseñanzas que contiene este fragmento del Evangelio, de una gran riqueza teológica y de simbolismo. Me fijo en un aspecto: destaco el significado profundo de los milagros de Jesús. El primero, como todos los que realizará a lo largo de la vida pública, tienen como finalidad inmediata solucionar un problema humano: curar una dolencia o una enfermedad. Pero además son signos o señales. En el Evangelio que acabamos de proclamar, hemos escuchado que “en Caná de Galilea, Jesús realizó su primer signo, manifestó su gloria y creyeron en Él sus discípulos”.
Jesús, a través de sus milagros, se muestra como Hijo de Dios, como verdadero Mesías, como Salvador. A través de los milagros interpela, invita a su seguimiento, trata de provocar la adhesión a su persona.
El evangelista nos dice que los primeros discípulos (Pedro, Andrés, Santiago, Juan, Natanael, Mateo…) creyeron en Él. Por ello, puede ser oportuno que en esta semana, al hilo de estas reflexiones, nos preguntarnos ¿cómo es nuestra fe?, ¿cómo es mi fe en Jesús? ¿Es una fe rutinaria, sociológica, derivada del hecho de haber nacido en un país cristiano, en una cultura cristiana, en el seno de una familia cristiana, pero que no ha sido asumida personalmente porque no tiene repercusiones en la vida de cada día?
¿Cómo es nuestra fe? Puede suceder que estemos tan satisfechos de nuestra vida cristiana porque creemos en todo aquello, verdades, dogmas, que Dios nos ha revelado y la Iglesia nos enseña, sin la más mínima duda. Y esto es importante y necesario. Pero no basta. La fe no solamente es creer en algo, es sobre todo creer en una persona viva, Jesús; en alguien que nos conoce por nuestro propio nombre, que nos ama entrañablemente, que nos oye, que es el único camino, la única verdad, la única posible plenitud.
Todo ello exige un trato constante, frecuente a través de la oración, una auténtica necesidad en nuestra vida, y un mayor compromiso cristiano. En el caso de los Apóstoles, la fe en Jesús, que opera su primer milagro en Caná de Galilea, transforma sus vidas: ya no se separarán de Él y abandonándolo todo, dedicarán sus vidas al servicio del Reino. En nuestro caso, la fe en Jesús debe transformar nuestra existencia, debe traslucirse en todas las circunstancias y situaciones de nuestra vida, en un mayor compromiso en nuestra vida de familia, en nuestras relaciones sociales, en nuestras costumbres, en nuestras diversiones, en nuestro trabajo.
A todos os encomiendo a María, madre e intercesora, garantía de nuestra fidelidad y siempre fuente de paz, de consuelo, de gozo y de esperanza. Ella nos ayudará a amar, a adorar y servir a Jesús.
Contad con mi afecto y bendición.
+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla