Parecía que la historia volvía a rescribirse después de seis siglos de imperecedera devoción, renovándose el tiempo en sí mismo, y todo ocurría de nuevo un 1 de noviembre, ese día en el que sesenta y ocho años antes proclamaba como dogma el papa Pío XII la Asunción de Santa María a los Cielos mientras que por Triana, vestida de blanco, como en las grandes solemnidades de la Iglesia Universal, la Esperanza recorría en triunfo las calles del viejo arrabal luciendo como palio, precisamente, esas bóvedas celestes desde las que Ella gobierna.
Todo era distinto en esa ocasión. Escoltada por los dragones bordados de sus bambalinas, protegida por la forja de sus varales para que el aire casi ni roce sus mejillas para no desgastar su belleza con el paso de un tiempo que ni se atreve a hacer mella en su venustez, iluminada por un sol de otoño al que le tomó finalmente el pulso de su candelería poco después de cruzar su puente hacia Sevilla, la Esperanza ponía rumbo a la seo metropolitana sobre el encrespado mar de ese fervor que se arremolina en torno a Ella.
Nadie quiso faltar a esta cita con los siglos, a este desbordado júbilo en el que la ciudad casi no cabía en sí misma porque faltaba espacio para cobijar tanto amor, y como si fuese empujada por las olas, la marea humana la llevó navegando hacia el Altozano, Reyes Católicos, la Magdalena, el Santo Ángel… Y alcanzó el consistorio, donde la urbe le rindió honores, los que Ella, Madre de todos, del que le reza y del que no, del que la tiene en todo momento presente y del que la olvida aunque la Esperanza jamás deje a nadie de lado -he ahí su grandeza-, se merece indiscutiblemente, porque para eso concibió al Hijo del Padre Eterno, Aquel que en su Pasión padeció Tres Caídas bajo el peso del madero.
Se aproximaba la medianoche y la Giralda quebró su silencio, porque el mayor templo de nuestra archidiócesis se anegaba del nombre inmaculado de la Señora. Todo el mundo iba con Ella, a todos dio la Virgen su consuelo, y bajo su alegre palio giraba en la Puerta de los Palos para quedar resguardada al amparo de aquellos muros que fueron levantados como locura de los amores de Sevilla. Y ante el altar de plata quedó, recibiendo durante la jornada siguiente la visita de tantos que sentían vacía a Triana sin su mirada… El 3 de noviembre se continuaría la escritura de este relato en el que toda palabra se queda corta para hablar, como siempre, de nuestra honra mayor, de esa dulcísima Capitana que es la Esperanza.
Juan Manuel Labrador Jiménez