Queridos hermanos y hermanas:
Entre los días 18 y 25 de enero, la Iglesia está celebrando la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos. El ecumenismo fue una de las prioridades pastorales del Concilio Vaticano II y de los pontificados de Juan XXIII, Pablo VI, Juan Pablo II y Benedicto XVI. Lo es también, desde los inicios de su ministerio, del papa Francisco, quien nos ha recordado que el compromiso por la restauración de la unidad no es algo secundario o residual en la vida de la Iglesia o un apéndice de la pastoral ordinaria, puesto que su fundamento es el plan salvífico de Dios y la positiva voluntad del Señor, que quiso que su Iglesia fuera una y oró al Padre en la víspera de su Pasión para que todos seamos uno (Jn 17,21).
Trabajar por la unidad supone tomar en serio la oración de Jesús. Por ello, el ecumenismo y el compromiso a favor de la unidad es el camino de la Iglesia, que no es una realidad replegada sobre sí misma, sino permanentemente abierta a la dinámica misionera y ecuménica, como nos dijera el papa Juan Pablo II en la Encíclica Ut unum sint.
El empeño en favor del restablecimiento de la comunión plena y visible de todos los bautizados no compromete sólo a los expertos, los teólogos que participan en el diálogo institucional entre las diferentes iglesias. Es compromiso de todos los bautizados, de las diócesis, de las parroquias y de todas las comunidades eclesiales. Todos estamos llamados a hacer nuestra cada día la oración de Jesús, a rezar y trabajar por la unidad de los discípulos de Cristo.
La globalización es, sin duda, uno de los signos del tiempo que nos ha tocado vivir. En este contexto y ante la misión evangelizadora de la Iglesia, el compromiso ecuménico es más necesario que nunca. La división entre los cristianos “es un escándalo para el mundo y perjudica a la causa santísima de la predicación del Evangelio” (UR 1). Por ello, ecumenismo y evangelización son dos realidades inseparables. A través de ellas la Iglesia cumple su misión en el mundo y expresa su catolicidad.
Cuando asistimos al avance vertiginoso de un humanismo sin Dios y constatamos el recrudecimiento de los conflictos que humillan especialmente a los pueblos del Tercer Mundo, la Iglesia debe ser hoy, más que en otras coyunturas históricas, “signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano” (LG 1). Ante la profunda nostalgia de paz que sienten hoy tantos contemporáneos nuestros, la Iglesia, signo e instrumento de unidad, ha de esforzarse en superar las divisiones entre los cristianos, para ser testigo creíble de la paz de Cristo.
En los últimos cincuenta años el ecumenismo ha recorrido un camino que ni los más optimistas hubieran soñado antes del Concilio Vaticano II. Ha progresado el diálogo teológico, han desaparecido muchas incomprensiones y prejuicios entre las distintas confesiones cristianas, ha crecido la conciencia de que somos hermanos y de que es mucho más lo que nos une que lo que nos separa. Por ello, hemos de dar gracias a Dios. Sin embargo, todavía no hemos llegado a la meta soñada: la comunión plena y visible en la misma fe, en los mismos sacramentos y en el mismo ministerio apostólico, mientras han surgido problemas nuevos, especialmente en el campo de la moral.
Las dificultades no nos deben paralizar, sino todo lo contrario. Un cristiano no puede renunciar jamás a la esperanza, ni perder la valentía y el entusiasmo. El camino es todavía largo y arduo. Vivamos la espiritualidad de comunión, para sentir a los hermanos cristianos de otras confesiones, en la unidad profunda que nace del bautismo, como alguien que nos pertenece, para saber compartir y atender a sus necesidades, para ofrecerles una verdadera y profunda amistad (NMI 43), para acogerlos y valorarlos como regalo de Dios.
Antes de concluir, quisiera referirme al ecumenismo espiritual que es el alma y el corazón de todo el movimiento ecuménico (UR 8). No existe verdadero ecumenismo sin la mortificación voluntaria, sin la conversión personal y la purificación de la memoria, sin santidad de vida en conformidad con el Evangelio y, sobre todo, sin una intensa y asidua oración que se haga eco de la oración de Jesús. En este sentido, invito de corazón a los sacerdotes y consagrados de la Archidiócesis a organizar en estos días en todas las parroquias, iglesias y oratorios actos específicos de oración por la unidad de los cristianos. Siempre, pero especialmente en esta Semana, todos los fieles de nuestra Iglesia diocesana debemos imitar a la comunidad apostólica, reunida después de la Ascensión con María, la Madre de Jesús, para invocar la venida del Espíritu Santo (Hech 1,12-14). Sólo Él, que es Espíritu de comunión y de amor, puede concedernos la comunión plena, que tan vivamente deseamos.
Para todos, mi saludo fraterno y mi bendición.
+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla