Queridos hermanos y hermanas:
Algunos cristianos entienden la solemnidad de la Ascensión como un melancólico adiós, más que como lo que es, una verdadera fiesta. La razón es que no distinguen bien entre desaparición y partida. Con la Ascensión, Jesús no partió, no se ausentó; desapareció de la vista de los apóstoles. Quien parte, quien marcha, ya no está; quien desaparece puede estar cerca de nosotros, sólo que algo impide verle. En la Ascensión Jesús desaparece. Los apóstoles no pueden contemplarle, pero está presente de otro modo. No nos quiere dejar huérfanos y se queda de múltiples modos, en primer en la Iglesia, que es su cuerpo, sacramento de Jesucristo y madre nuestra.
Ella es la prolongación de la encarnación, la encarnación continuada, es decir, Cristo mismo que sigue presente entre nosotros predicando y enseñando, perdonando los pecados, acogiendo a todos, sanando y santificando. Por ello, la Iglesia es necesaria, pues es el único medio que tenemos para llegar a Cristo, único mediador y redentor. Ella es, en frase feliz de san Ireneo de Lyon, la escalera de nuestra ascensión hacia Dios. Hasta tal punto esto es verdad que si por una hipótesis imposible, el mundo pendiera a la Iglesia, perdería a Cristo y perdería la redención. De ahí, nuestro amor a la Iglesia y nuestro orgullo de ser hijos e hijas de la Iglesia.
El Señor se queda también en los hermanos, con los que Él se identifica, especialmente en los más pobres y necesitados. Él mismo nos lo dijo: “lo que hagáis con uno de estos mis humildes hermanos, a mí me lo hacéis” (Mt 25,40). Esto quiere decir que cualquier favor, ayuda o servicio que prestamos a nuestros hermanos, lo mismo que cualquier ofensa o delito contra un hermano, el destinatario es el Señor.
Dos modos nuevos de presencia del Señor en medio de nosotros son su Palabra y la Eucaristía. En la primera se queda como luz y verdad. Ella es la inspiradora de la existencia cristiana. Dios quiera que cada día crezcamos en conocimiento, amor, veneración y respeto por la Palabra de Dios. En la Eucaristía el Señor está realmente presente esperando que le visitemos, le acompañemos, le adoremos y nos alimentemos en la mesa santa en la que Él nos invita a participar cuando nos dice: “En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre no tendréis vida en vosotros” (Jn 6,53).
Quiero añadir que La Palabra tiene alguna ventaja sobre la Eucaristía: a la comunión no se pueden acercar más que los que ya creen y están en estado de gracia; a la Palabra de Dios, en cambio, se pueden acercar todos, creyentes y no creyentes, practicantes y no practicantes, casados y divorciados. Es más, para llegar a ser creyentes, el medio más normal es precisamente escuchar la Palabra de Dios.
En su Ascensión el Señor quiere hacerse visible a través de sus discípulos. En el Evangelio y en los Hechos de los Apóstoles, san Lucas asocia estrechamente la Ascensión con el testimonio: «Vosotros sois testigos» (Lc 24, 48). Ese «vosotros» señala en primer lugar a los apóstoles que han estado con Jesús. Después de los apóstoles, el testimonio es exigible a los obispos y a los sacerdotes. Pero el «vosotros» se refiere también a todos los bautizados. Todo seglar debe ser ante el mundo un testigo de la resurrección y de la vida del Señor Jesús y una señal del Dios vivo (LG 38). Así lo entendían las primeas generaciones cristianas, que están convencidas de que «lo que el alma es en el cuerpo, esto han de ser los cristianos en el mundo» (Carta a Diogneto, 6).
Por desgracia, Jesús y su Evangelio siguen siendo una asignatura pendiente en el corazón de los hombres de hoy, y a nosotros se nos confiado su anuncio desde las plazas del nuevo milenio. En ellas, estamos llamados a ser testigos del Dios vivo. Como nos dijera hace casi cuarenta años el beato Pablo VI, el mundo de hoy necesita más de los testigos que de los maestros, y si necesita de los maestros es en cuanto que son testigos. Hoy es relativamente fácil ser maestro, pero es más difícil ser testigo. De hecho, el mundo bulle de maestros, verdaderos o falsos, pero son escasos los testigos.
El testigo es quien habla con la vida. Así deben ser los sacerdotes ante sus fieles, los padres ante sus hijos, los educadores ante su alumnos, y cada uno de vosotros, laicos cristianos, en el barrio, en el trabajo, en el ocio y en la parroquia, implicados en la catequesis, en el acompañamiento de niños y jóvenes y en los catecumenados de adultos, dispuestos siempre a dar razón de nuestra fe y de nuestra esperanza en todo lugar y ante quien nos la pidiere. A ello nos emplaza la solemnidad de la Ascensión.
Para todos, mi saludo fraterno y mi bendición.
+ Juan José Asenjo Pelegrina
Arzobispo de Sevilla